Frio Extremo

Miguitas en el Champaquí   
Relato de un ascenso con temperaturas inferiores a -10º

Pedirle permiso a la montaña fue la manera de empezar. Un signo de respeto, de admiración, sin espíritu de conquista, de entrega, más que de desafío por alcanzar un objetivo, de estar expectante más que de tener expectativas. Una predisposición conciente de mi espíritu a recibir lo que la montaña tuviera para regalarme, con la certeza de que sería lo adecuado. La capacidad para interpretarlo vendría después, o no… 
Mi secreto fue estar atento, en un estado de alerta constante a lo que se fuera presentando, y a la vez de ignorancia sobre lo que iba a venir, con todos los sentidos entregados a saborear cada instante, hasta el dolor de cabeza y el cansancio. Paso a paso todo ocupó su lugar.

El boleto de entrada fueron dos plumitas. El permiso concedido y la confirmación de que mi intención le iba dando forma a mi experiencia, y que ese era el camino a recorrer. Como ir recogiendo las miguitas dejadas en otro momento del que no se tiene conciencia.

Cada paso fue importante. No era lo mismo pisar acá o allá, levantar una pierna o la otra, un paso largo o un “pasito corto” seguido de otro. Por debajo siempre algo distinto… piedras, tierra, otras veces nieve, hielo, agua, barro, pasto… sensaciones distintas y a la vez la misma certeza de sentirme sostenido sin importar que pisaba… la mayor parte del tiempo aire.

El sendero gastado contaba historias de otras almas, de miguitas de otros aún por descubrir, y otras veces de pedazos enteros “olvidados” quien sabe con que intención. Tal vez perpetuarse allí por miedo a olvidar o ser olvidado, como queriendo quedarse sin saber cómo, y que los que vengan sepan: “acá estuve yo”, como si la montaña necesitara el rastro de nuestra especie para completarse… o no estuvieramos completos sin un rastro dejado en la montaña… O en algún corazón… “acá estuve yo” grabado con cincel en el corazón de tu hijo o tu compañera, o en sus sueños, para vernos en otros y recién ahí reconocernos, para poder decir “existo” porque me veo ahí, me recuerdo, veo mi rastro y creo que estuve ahí alguna vez. 
Que limitados. 
Tengo la idea de que cuanto más dificil sea seguir un rastro, más valioso será lo que se encuentre al final. Reconocer mi propio rastro, ir levantando las “miguitas” que me reconstruyen y me van completando, las piezas del rompecabezas que son una parte y a la vez el todo, como un pedazo de holograma que muestra la imagen completa. No tener ya la necesidad de dejar nuevos rastros. Eso me da tranquilidad. Tener la certeza de que mi rastro no completa a nadie, sino que estar Completo es el mejor regalo que podemos dar y recibir. Como el sendero, que está ahí siempre listo para ser andado, y sin necesidad de ser andado para saberse sendero, simplemente siendo y a la vez disfrutando de la experiencia de ser andado, de servir, de disfrutar su misión de senderear.

Es lo mismo por acá que por allá? 
Llegás al mismo lugar pero no es lo mismo. 
Lo importante es el trayecto y no el mojón. Cuando el mojón deja de ser una referencia del trayecto y se convierte en un objetivo por alcanzar, se pasa alternativamente de la ansiedad por alcanzarlo a la satisfacción por haberlo alcanzado, y otra vez el vacio hasta identificar uno nuevo… y así en la montaña como en la vida. En cambio disfrutando del trayecto los mojones pasan solos. Y así cada piedra tiene sentido y no solo las que “marcan” el camino. Fluir no es algo que nos hayan enseñado en el colegio, ni en casa, ni en la tele, ni en la universidad, más bien todo lo contrario, nos enseñaron a definir objetivos claros, a ponernos metas y definir los pasos necesarios para alcanzarlas, a estar seguros de donde estamos parados en cada momento y tener muy claro hacia donde vamos, y sino es así, cuidado! podés estar perdiendo tiempo! Un tiempo que otros aprovecharán para sacarte ventaja y llegar antes al mojón predeterminado para un macho o una hembra de tu especie a tu edad. 
Pero el Sendero es indiferente a todo esto, hasta diría que lo mira con cierta ternura, como diciendo: “ya vas a volver a buscar las miguitas que dejaste pasar…”

Cada paisaje disfrutado, cada vista contemplada con admiración y sorpresa, van completando el disfrute, siempre justas, hasta incluso las no vistas están en su lugar, existen y de alguna forma completan la experiencia. Todo ocupa SU lugar, las piedras recogidas y las infinitas que quedan en SU lugar, las que cambian de lugar sin que lo notemos, por obra y gracia de nuestro andar por el sendero, y las que nos acompañan clavadas en la suela. A veces me pregunto si vienen de afuera o salen de adentro… como liberándonos de alguna carga innecesaria que el andar fue destrabando. O acaso esa satisfacción interior a pesar del cansancio no es indicio de algo que se liberó? Sería algo así como llorar por los pies, solamente que en vez de lágrimas salen piedritas que quedan atrapadas en la suela. Cuánto tendrán para contarnos de nosotros?

Y casi sin querer la red se iba tejiendo sin esfuerzo. Los hilos empezaban a entrelazarse, algunos conocidos otros no, pero todos formando la misma red. Un comentario, un chiste, un poco de agua, un descanso, una mirada, una mano para ayudar a trepar, una foto. De a poco los lazos de la red se fueron haciendo más fuertes y los hilos cada vez más conocidos. Que habremos sido cada uno para el otro? Estoy convencido que en todo lo que nos pasa y hacemos, que en todas las almas que se cruzan en nuestro camino, hay algo que nuestro espíritu busca más allá de nuestra razón. Creo que estar predispuesto de esta manera abre las puertas a encuentros más profundos, encuentros de almas, donde el otro tiene algo para mi y yo algo para el, cada uno se lleva lo suyo, no hay rastros, sino gratitud por el encuentro. 

Y vino la nube… como haciéndose la misteriosa, como amenazando y a la vez eludiendo, pasando por encima rapidamente como ignorándonos en busca de una presa más suculenta, como apurada llendo a una cita más importante. La cita sería en la cima, y su aparente displiscencia no era más que una estrategia para debilitarnos y así tener alguna ventaja en el encuentro final. Ya había estado preparando el terreno una noche antes, como un cazador que conoce el recorrido de la presa… lluvia, nieve… ríos crecidos y a buscar otro camino… más nieve, más frío… diez metros para arriba, un grado para abajo… hasta veinte menos. Y se sumó el viento, transformador, de temperatura en sensación térmica, de nieve en hielo, de quietud en tormenta… y los hilos que se habían ido entrelazando desde el primer momento se hicieron soga para trepar, para asegurar, para unir… Arriba! 
Arriba la cima, después vendrían las Cumbres. Y el último reducto del trayecto, concebido como depósito y devenido en “sorpresa”, ahora se mostraba esquivo como siendo parte de un plan que intentaba probar nuestro temple. Cerrado! 
Tal vez como reflejo de nuestro interior más profundo. Cerrado y congelado, como si hubiera estado así por millones de años. Había que abrir, y para abrir había que derretir el hielo de los candados, uno, dos y tres, por miedo a que lo dañaran, porque ya lo habían dañado. Cerrado, ahora se había enfriado y hubo que calentarlo de a poco hasta que pudo reconocer la llave que lo había abierto alguna vez. 
Si realmente la montaña había concedido permiso, este era el momento para confiar, para estar más atento que nunca, para atesorar cada instante, cada mirada, cada palabra, cada necesidad… con intención clara independientemente del resultado, y todos los sentidos alerta. Abierto! 
Trece adentro y afuera un centinela. Adentro calma, oscuridad, calor, llanto, seguridad, fuego, angustia, miedo, consuelo, recuperación. Afuera viento, frío, sorpresa, vistas nunca vistas. Abajo! 

Y esa noche, un cielo diafano y estrellado. La tormenta no había dejado rastro, lo que había quedado ya no era de ella, era nuestro. Mirando las estrellas esa noche entendí de otra manera el pecado original, lo imagine como la ilusión de sentirse separado de Todo eso que llamamos la creación y que miramos con tanta admiración y frente a lo que nos sentimos insignificantes. En algún momento, quien sabe en que estadío de nuestra evolución, esa conciencia que tenemos de nosotros mismos, ese poder pensarnos se confundió con “soy otra cosa”, y ya no fuímos parte del Todo… 
Cuando se recupera esa unión con el Todo ya no hace falta pedir permiso a la montaña, sos montaña, y no hay autorización sino Comunión. Ya no me siento insignificante frente a Todo eso, porque Todo eso no está enfrente, sino adentro. Yo soy Todo eso, y las estrellas son las miguitas que marcan el camino de vuelta al Hogar.