La Historia de Ovidio

Los que estuvimos en las sierras, escalamos el Champaquí o disfrutamos serenamente de sus paisajes, sentimos algo especial. Nos vimos muy cerca de Dios, cualquiera sea nuestra Fe, vibramos en la misma sintonía que el creador de toda esa belleza.
    Pero, un joven santafesino, Ovidio Kees, se encontró con Dios de forma única, cercana y espectacular.
    Este muchacho buscó a Dios desde chico, seguramente con la misma inocencia que cada uno de nosotros lo hicimos en algún momento de la infancia y que los avatares de la vida nos hizo perder, encerrados en montes de cemento y en urgencia citadina.
   Ovidio veía a Dios en cada hermano y por eso quiso consagrarse a Él. 
   Estaba formándose para sacerdote en el Seminario San Carlos Borromeo de la arquidiócesis de Rosario. Veía que Dios lo llamaba a formar parte de su grupo de apóstoles. Cursaba el 3º año de filosofía y como todo ser humano tenía dudas, temores, a veces se sentía abandonado, creía no dar más.
   Corrían los dias del mes de julio de 1980 y estaba contento porque viviría dos experiencias muy lindas, el ascenso al cerro Champaquí en Córdoba y un retiro con los Monjes Benedictinos de los Toldos, Pcia de Bs As.
   Así lo contaba en esta carta: 

“ Te aseguro que nunca fui tan feliz. Sinceramente me siento pleno y solo tengo un ansia, la de enamorarme más y más de Dios.
Susana, a veces me pongo a pensar que estuve al borde de salir del seminario a principios de este año…
…Pero además para las vacaciones, por si fuera poco, Él , el Padre, me hizo dos preciosos regalos. Uno es escalar el Champaquí, es algo extraordinario la experiencia de montaña….
…Sólo te digo que en la montaña, en esa inmensa soledad, lo ves y lo respirás a Dios en todo.
Además hay otro regalo Susana, el 21, 22, 23 de Julio voy al monasterio Benedictino de Los Toldos.
Susana, tengo una felicidad muy grande, es un regalo inmenso de Dios el que pueda ir al monasterio.
Querida Susana, desde ya te pido que reces especialmente por estos días que voy a vivir en la montaña y en el monasterio. Te pido que reces para que todo esto me sirva para enamorarme más y más de Dios». 

    Ese mes de julio, unos jóvenes de la parroquia, algunos seminaristas y el sacerdote como guía emprendieron la subida al Champaquí. Ovidio iba cerrando el grupo, cuidando a los mas rezagados. Al atardecer llegaron e hicieron noche en el parador de “La Nena” justo al pie del cerro, en ese valle donde se encuentra la escuela, un centro hospitalario, la capilla y otros puestos de refugio a los caminantes. Luego de celebrar la misa, Ovidio se quedó frente al sagrario. 
    Al día siguiente comenzaron la marcha temprano para llegar a la cumbre. Fue difícil, doloroso, pero llegaron todos juntos animándose mutuamente. Algunos lloraban agradeciendo al Señor que les hubiera hablado en su sacrificio. ¡Por fin la cima! Y fue el lugar elegido para celebrar la misa. 
Luego bajaron nuevamente al puesto de la Nena y al otro día, aprovechando la presencia del cura, se celebraron las primeras comuniones de los niños  serranos. El resto del grupo comenzó el retiro previsto, así que después del mate cocido partieron hacia la montaña, muy temprano hasta el mediodía.
Ovidio dijo que iba a tomar mate y orar un poco, para volver a comer el asado, pero no lo hizo a la hora que prometió.

    Había partido para internarse en el secreto de la montaña intuyendo que en ella se escondía un tesoro inapacible desde toda la eternidad y que Dios había decidido dárselo, precisamente en ese momento. Cuando lo encontraron volvió en silencio y confesó con sencillez:

– El viento golpeaba mi rostro, haciéndome sentir identificado con la naturaleza y en ese momento hermano, sentí como Dios me besaba.

   Estaba sereno, serio y le dijo a la Nena:

“ Te cuento algo importante: encontré una cuevita, que tenía un agujero como una ventana. Yo estaba hincado, por esa ventana que hay, entraba el sol y aquí – señalando la mejilla – Me dio un beso Dios”. 

   Siguió explicando que por esa abertura triangular se veía la punta del cerro, mostraba un puñado de piedritas que había traído.

Un poco después, por la noche, lo repetiría a los integrantes del grupo mientras se compartían los testimonios personales. Nadie se sintió impactado y él les dijo que la había pasado muy bien con ellos. Se hizo silencio y alguien emitió una sentencia -Che, recordá que los que vieron a Dios en la historia de los Santos, no pudieron seguir viviendo!-

    Desde entonces los acontecimientos se sucedieron en forma asombrosa.

    Pasado poco más de un mes la cueva de Ovidio fue hallada, cuando salieron en su búsqueda un cuñado y quien fuera su asesor espiritual, los que ya muy cansados de andar se abandonaron en manos de la Providencia. Y pasando una cascada, dos ramas de tabaquillo, cayeron en cruz. Este hecho sorprendente les hizo elevar la mirada hacia lo alto. Allí a unos 30 metros, la cueva apareció ante sus ojos. Es un alero de piedra, cuya abertura principal mira al poniente, a su izquierda estaba la ventanita… ¡Ésa era!

Ellos colocaron una placa recordatoria que decía: 

Sentí como Dios me besaba.
Aquí, Ovidio, tuvo uno de sus últimos encuentros con Dios.
Julio 1980.

Miércoles 6, cuando la muerte fue un paso a la vida.
¡Qué día más hermoso! No había otro mejor.
¡Qué día más hermoso! El que te llevó el Señor.
Subiste a la montaña, lo viste allí brillar,
Se transformó en tus ojos,
Lo quisieron alcanzar.
Tu alma, en un suspiro,
Anhelaste transformar,
Y remontaste vuelo, aún sin saber volar.
Te fuiste con tu Pablo,
el Papa de la paz,
elegiste su día, no quisiste esperar.
Agosto era un comienzo,
Y en vos la primavera quería estallar,
Por eso, sin pensarlo nos regalaste tu flor,
La flor de tu recuerdo, fiel caricia fraternal.
Con Cristo estás seguro, en diálogo de amor
Refulge tu figura en el monte Tabor,
De tanto subir cerros buscando Su Candor.

Has llegado a la meta en un Champaquí mejor.
Has descubierto la gloria, has aprendido el Amor,
No necesitas tu tienda, pues te cobija el Señor.
Ovidio, querido hermano,
Transfigura en nosotros,
Ese espíritu de amor,
Camina a nuestro lado, silencia el corazón,
Que tu alma nos proclame
La eternidad del Señor,
La unidad de su palabra,
La caridad y la fe,
La esperanza de un encuentro
Dónde no se oculta el sol,
dónde brillas ahora amigo
en un rayo de esplendor.
Buscaremos el Encuentro, 
como Pablo, como vos,
Ojalá Él nos espere
En otro monte mejor. 

   El Padre Menapace dió el poncho de Ovidio a unas monjas de clausura de Curitiba, Brasil para que lo coloquen sobre el altar. Y al mes escribiría un relato sobre Ovidio, su paso por el monasterio y el gesto de donar su poncho, como donó su vida. El relato fue publicado más tarde, en 1982, en un querido y famoso libro para muchos, que se llama Madera Verde (por los chicos que fueron a la Guerra de Malvinas). Tuve oportunidad de conocer personalmente al Padre Menapace y realmente es cierto lo que dejó escrito Ovidio “Charlas un ratito con él y parece que lo conocieras de toda la vida”. 
Pero… por qué Ovidio tuvo este encuentro especial con Dios, por qué le hizo este regalo? Puede quedar todo en una linda anécdota y nada más. Nunca vamos a saber exactamente por qué, pero sí podemos suponer que Ovidio cumplió con su misión y la sigue cumpliendo porque perdura en el tiempo. Toda su vida es un ejemplo y sirve a los demas como modelo, porque en su gran generosidad de dar su poncho por los demás, nos dió su vida. Es así que sigue ayudando a sus hermanos en Cristo. Tanto las hermanas de Curitiba, como sus familiares amigos, son testigos de milagrosas intercesiones de Ovidio.
Quien dejó siempre en vida todo su amor y es lo que se sigue llevando, el amor de todos sus conocidos y de todos los que vamos conociéndolo. 

El poncho de Ovidio
Agosto de 1980

   Aquí mismo, en esta celda donde escribo, no hace todavía un mes, Ovidio me insistía en que le escribiera un artículo para “su Revista”. Podía ser sobre la Vírgen. El tema en sí no aparecía como importante. Parecía como que lo importante fuera un mensaje que Ovidio intuía como fundamental y que él quería, a toda costa, que yo se lo pusiera por escrito.
   ¿Cómo me iba a imaginar que sería él mismo quien en ese momento me estaba dando el tema profundo para este artículo?
   Tuve que sacrificar la siesta. Reconozco con lealtad que me costó mucho hacerlo. Caminamos media hora a pleno sol. Me comentó lo que traía por dentro.   Llevaba encima un lindo poncho rojo. Llevaba por dentro un corazón ansioso y apasionado. Estaba en esa edad fuerte en que todo el ser tira violentamente hacia la vida, mientras el Señor Dios invita obstinadamente hacia la renuncia.
Amaba. Sí, amaba y sufría por amar. Siempre el que arriesga a amar, se compromete a sufrir. Estaba en ese momento de la vida en que se toca la frontera del todo o nada. Elegir es renunciar. Un SÍ en la vida trae acollarada una tropilla de NO. Decir que NO a algo es relativamente fácil, porque nos deja el campo abierto para poderle decir SÍ, todavía a todo lo demás. Mientras que decir a algo que Sí, nos embreta necesariamente a decirle que NO a todo el resto. Contiene muchos más NO un SÍ, que un NO.
   En fin, de todo esto hablamos en aquella siesta de invierno, bordeando un grupo de frutales sin hojas pero con toda la savia agazapada dentro. El sol tibio del sur nos mojaba desde arriba, empapando de luz su poncho rojo y mi sotana negra.
   Ovidio se sentía pobre. Pobre y generoso. El Señor Dios le había cantado la Falta envido y él ni siquiera tenía dos cartas del mismo palo. Y sin embargo, tanto el cura Gamba como yo, nos veíamos obligados a decirle que lo único razonable cuando se juega contra Dios es decirle siempre: «¡Quiero!».
   Luchó el flaco. Lo he visto levantarse los tres días a las cuatro de la mañana. Para compartir nuestra primera hora de oración diaria. Hacía frío y el poncho rojo le entibiaba la ristra de salmos del amanecer. Lo he visto en la capilla, peleándolo al Señor Dios en la oración. Lo dejé un poco sólo. Es la vieja treta de los monjes: poner bruscamente al joven en un frente a frente con Dios y después apadrinarlo, desde lejos, con la oración y el silencio atento al oleaje que provoca la tormenta interior.
   Como dije, hablé con él apenas media hora. Aunque sería mejor decir que fue él quien habló conmigo, porque casi no hice más que escucharlo.
   La tarde que regresaba me pidió de nuevo cinco minutos. Era nuevamente la fatal hora de la siesta. Le dije que si eran verdaderamente cinco minutos, entonces SÍ; pero más, no. Y charlamos otra media hora. Lo hicimos en parte frente a un grabador.
   Al terminar nuestra charla me dijo que lo esperara mientras iba a buscar algo. Regresó enseguida muy excitado, con el poncho rojo doblado en ocho sobre el brazo. En la otra mano traía el pulóver. Hacía frío. Entró directamente en tema: 

Mirá: dinero no tengo para dejarte. Pero Dios me está pidiendo algo que tengo que dejar.
Por eso te entrego mi pulóver para que se lo des a algún pobre.

Me extrañó el gesto, aunque en los jóvenes es frecuente ver estas corazonadas lindas. Pero la cosa siguió. Le tembló un poco la voz:

Mirá: falta lo principal. Te dejo mi poncho.

   ¡Ah, no!. Eso no. No me parecía razonable. Sabía que él necesitaría su poncho. Por experiencia de mis años de estudiante sabía lo poco que vale un seminarista sin su equipo de mate y sin poncho. Se lo dije y traté de insistir. Casi conseguí que desistiera. Hubo un momento ene el que flaqueó. Pero en su mirada ansiosa había algo que me impresionó. Algo así como una decisión dolorosamente asumida e irrevocable. Un para siempre. En éstos últimos años he visto ya varias veces ese relámpago en la mirada de algunos jóvenes con misterio espeso. Es una mirada en la que hay algo que implora desde su inquebrantable impotencia que se tenga fe en su misterio.
   Y le acepté su poncho rojo. Un magnífico poncho rojo. Pero lo vi tan desguarecido que le regalé como recuerdo una mantita nueva que recién me habían obsequiado. Nos dimos un abrazo, me pidió la bendición y partió. Esa misma tarde entregué el poncho rojo a un par de monjitas contemplativas Brasileñas que nos visitaban, para que lo llevaran como cubrealtar a la humilde capillita de su monasterio ubicado en un barrio pobre de la ciudad de Curitiba.
Intuía que todo esto tenía carozo por dentro. Pero nunca hubiera creído que antes de pasar el mes se me revelaría el misterio oculto en estos gestos. El 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor Jesús, a la misma hora en que yo era bendecido Abad de mi monasterio, Ovidio partía hacia el cielo, dejando aquí abajo su cascarón de barro para la ternura de los suyos: rastrojo fecundo de una cosecha ya segura.
¡Cómo es cierto que sólo llegan a ser plenamente nuestras las cosas que dejamos por entregarlas! Cuando nos morimos, dejamos aquí todo lo que tenemos y nos llevamos lo que dimos.
   Algún día espero también yo llegar al cielo. Me va a ser fácil encontrarlo a Ovidio para darle nuevamente un abrazo. Se lo distinguirá por su magnífico poncho rojo que cubre el altar dónde cada día se celebra la Eucaristía en una comunidad contemplativa aquerenciada entre los pobres de Curitiba.
Muchachos santafesinos: en el Seminario ha quedado libre un puesto de combate. El que tenga un corazón apasionado… y un poncho rojo: ¡que se le anime!

Mamerto Menapace.
Los Toldos 

* En febrero de 2006 tuve la oportunidad de ir al Champaquí, algo que hace mucho tenía pendiente en mi vida. Pero allá me encontré con una sorpresa, un relato que traía a mi mente recuerdos gratos de mi adolescencia. Cuando volví busque en mi libro el relato que hace tanto había leído y sólo me acordaba del título (se transcribe al final) pero eso no era todo, era sólo una parte de la historia, la otra parte me quedaba en el aire. Fue así que me comuniqué con Mamerto Menapace que sabía sobre lo que yo escuché, en medio de ese maravilloso paisaje que invita a conocer a dios en cada paso. Él me mandó un articulo de 32 paginas, escrito por la Sra. Celia María Vielba en el 2003 con todos los detalles, pero también con mucha prudencia y acepté la invitación de Miguel, de hacer un pequeño resumen para que todos puedan conocer este hecho que mueve los corazones.  Fabián Viegas